En un tiempo muy remoto, existía un
escritor. Este se mantenía horas con la cabeza sobre su escritorio intentando
que una idea llegase a él. Los días pasaban y su mente pasaba por un desierto
de imaginación, no había nada. Las malditas nebulosas pasaban, pero como esas
nubes de mi pueblo pasaban siempre sin agua. Estaba cansado, no quería esperar
más. Se frustraba ante un pedazo de madera, azotando una y otra vez su
plumón y desparramando las hojas por
todo el lugar. Gritaba de vez en cuando para sacar la furia. Daba vueltas en
aquel pequeño cuartejo con paredes lúgubres y manchadas. Tocaba su frente y
limpiaba el sudor que le escurría, golpeaba su rostro con la mesa, pero nada
funcionaba. Muy harto de su impotencia obligó a su mano siniestra a escribir.
Embriagó su pobre mente con el peor licor que pudo encontrar. La desesperación.
Y siendo este su mala musa, escribió y escribió, sin motivo alguno. Los versos
no estaban bien hechos, la métrica ni siquiera se presentaba. La sintaxis era
nula. Sólo hacía su labor por querer terminar. Y vaya que lo logró. Fueron si
mal no recuerdo un total de varias hojas llenas de letras sinsentido. Las tomó
con un arrebato y las puso debajo de su axila, salió y pronto miró la luz
radiante del sol, ¡Oh bello astro dónde habías estado! Salió corriendo, sin
importar si llovía o si nevaba, sólo salió apresurado ¿a dónde? Sólo se dirigía
a algún lugar. Recordaba entre su entusiasmo de haber por fin terminado algo la
vieja escuela, sí ese lugar donde el ocio y la desidia, el miedo y lo escéptico
lo dominaban, ¿cómo ahora le pedía al consejo del parnaso ayuda? ¡No! Era
inevitable su actitud. Pero sentía que ya era hora y por eso salió, por eso
corrió. Estaba ya muy harto de quedarse ahí, sentado, ahí inmóvil, ahí sin
habla. Y mientras corría su mano seguía temblorosa, como cuando alguien se
expone al frío y se les baña con agua con ligeros pedazos de hielo. Y no le
importó, su mano no decidía por él, ahora quería exponer no sólo su trabajo a
sí mismo como un logro, sino quería darlo a conocer y llegó, sí a una puerta de
madera café, grande y cerrada. Tocó una vez y nadie abrió, lo intentó y estaba
ahí la persona a la que mayor debía respeto, o quizá no, pero era él ese hombre
sencillo y camisa de cuadros quien decidía si su texto estaba bien o no, ¿quién
era? ¿Por qué tanta importancia? Probablemente el escritor había tomado tanto
afecto al editor desde que él le mencionó ser editor y sabía si la obra debía
considerarse buena o mala. Él era el editor, el que mueve un dedo y dice que se
hace o que no en la obra, sí en las obras del autor, ¿y no creen que por eso
merecía un poco de respeto y sobrevaloración?
Estaba entonces el escritor frente
al editor, el primero exhausto, cansado, con la mirada sin rumbo, sólo levantó
su rostro para entregar el texto. El editor no entendió exactamente qué deseaba
su gran amigo, pero tomó el texto y comenzó a leer. Era terrible ¿era una broma?, preguntó el editor, no, contestó con alta voz el escritor: este es mi texto que con mucho trabajo he
terminado en estos casos, el editor, un hombre profesional sabía cómo
tratar con este estilo de problemas, podría jurar que no era la primera persona
que le presentaba un trabajo tan malo como este, por eso, supo hasta el último
momento tratar al escritor. Qué dice señor
editor, ¿qué piensa de mi trabajo? dijo con un rostro más animado que nunca
el escritor, su compañero sólo mencionada que no deseaba ser descortés y que
sería mejor diera otra verificación a su obra, podía estar errando al entregar
un trabajo así sin buena ortografía, sinsentido, sin sentimiento, sólo
escritura por ser, sin ningún motivo. El escritor, bajó su mirar ¿qué podía
hacer? sólo le importaba dar a conocer su gran y ciertamente última obra, sí
desde un principio el escritor era un ser verdaderamente dramático. Respiró
profundo el escritor y con un sinfín de adjetivos negativos se dirigió al
editor, este sólo callaba dejaba que todo ese enojo banal saliera de aquel
pobre hombre, quizás era necesario, tal vez no, pero ¿qué podía hacer? ponerse
de la misma manera y terminar ambos en gran conflicto. El editor sólo recibió y
recibió, leyendo a la vez esa mala obra que tenía en sus manos, mencionó en un
lapso donde el escritor dejó de hablar que él podía ayudarle para perfeccionar
su arte, pero muy porfiado el artista se negó. Creía que lo suyo había sido
perfecto, el editor dijo que su amor, su amor no eran las letras en sí, pero
que le gustaba mucho corregir los textos, de cierto modo decía que él no
escribía sólo corregía y ese era su verdadero amor. Más indignado por el
desprecio de la escritura, por el desprecio a las horas de estar ahí sentado y
sin que la musa apareciese, por algún motivo el escritor tomó aquello como algo
personal, no oía, no escuchaba, no estaba consciente, sólo quería publicar su
horrible obra. Ya cansado el editor de trabajar con aquel hombre tan obstinado,
al fin accedió a publicarle la obra. El escritor muy feliz, besó en la mejilla de
su amigo y salió gustoso a las calles, aun cuando el editor le advirtió habría
consecuencias de ello.
Pasó un sólo día, un insignificante
día, de esos que pasan con sol radiante sobre uno sin saber si es martes o es
lunes. A pesar de ello, el gran astro parecía estar con alineación de mercurio,
sí parecía miércoles. El escritor, se levantó con un rostro marcado y babeado sobre
el escritorio de madera vieja donde solía pensar, pensar y de vez en cuando
golpear su rostro sobre él. Despertó ese día
sin saber dónde estaba, volteó y sólo vio oscuridad, no había luz. Ni
siquiera los rayos más radicales se atrevían entrar a su cuarto, era sombrío,
maloliente, insalubre, no era un lugar seguro para los rayos esos que dan vida.
Se levantó y su boca estaba reseca, pero entre toda su nubosidad recordó algo
importante, algo que en verdad había sido diferente a todo el hastío de su
vida. Había escrito, ¿pero qué? ¿Qué había hecho? Revisó las hojas ahí tiradas
haber si algo le daba una pista, todo fue en vano, sólo recordaba malos versos Qué importa el sol y la luna si yo soy yo y
el mundo sigue girando sin parar… estoy abatido… no queda más… ayer te he visto
pajarito, dónde te has metido… soy feliz… ¡No! No había el más mínimo
sentido en su poesía, mucho menos en su prosa. Se puso sus zapatos y dispuso a
salir, pero qué haría si su obra ya habría sido publicada, qué podría hacer, ya
lo había hecho y lo hizo mal. Estaba desconcertado y quería devolver el tiempo,
pero hasta dónde, hasta dónde sintió que lo que hacía estaba mal, dónde comenzó
el error, al querer ser escritor, al no hacer nada más que eso, a ni siquiera
lograrlo, en verdad a dónde quería ir. Pensó en acercarse al editor, con qué
cara, con aquella que maldijo una y otra vez a sus generaciones antepasadas y
las del porvenir, ¿así iría? No, no podía hacer nada sólo resignarse a que
había arruinado su vida en cuestión de sentir una desesperación cotidiana.
Estaba asustado, infeliz, llorando, gritando aún más que cuando en su
escritorio pasaba los días, pero sabía que era en vano abrir su boca, estuvo
mal y ahora lo pagaba. Quiso entonces olvidar todo o al menos pedir disculpas
al editor por tanta descortesía de su parte. Abrió esa puerta, dura y enorme
casi, casi tan dura y enorme como el orgullo, pero la tumbó, debía al menos
sentir que una cosa antes de haber terminado su corta trayectoria como escritor
tenía un matiz con tintes de lo correcto. Se postró ante el mundo nuevo, el
mundo donde estaba ya su obra al exterior y lo primero que pudo percatar fue un
hombre, un hombre como él leyendo un libro, se acercó por la extrañeza de ver a
alguien hacerlo, cuando estuvo cerca el hombre dijo: esto es lo peor que he visto, sus palabras parecían chorros de
agua, porque pronto distinguió era su texto, su desgracia. El hombre que
sostenía el libro pronto se volvió líquido, se diluyó con sus propias palabras,
se desvaneció, se quebrantó ante el escritor ¿qué había hecho? ¿Qué hacía su
obra con las personas? El escritor, entonces temió de sus actos, miró cómo su
obra no sólo le afectaba a sí mismo sino a los demás, de pronto una nueva idea
llegó a él y quiso al menos salvar a las pobres ánimas infortunadas por tener
su obra en sus manos, sí eso quizá calmaría su corazón arrepentido. Y corrió
hacia no sé dónde con un tembloso caminar que no le daba orientación, sólo
comenzó a dar pasos rápidos. Caminó de un lado a otro, revisando a cada hombre,
a cada a mujer, a cada persona que portase un libro para asegurarse que su
existencia estaba del todo bien y fue ahí cuando vio a lo lejos una mujer,
bella, alta con el cabello lacio, negro y largo llevaba en sus manos uno de sus
libros, la mujer aun no lo abría, lo sabía por su forma gustosa de vivir la
vida. Podía salvarla. Se dirigió a ella rápidamente y tarde fue cuando sus ojos
grandes y profundos dieron lectura a aquella atrocidad. Su boca que era delgada
y rosada comenzó a tirar un gran líquido colorido, dejándola triste y
desvanecida. Era su alma y de eso el escritor estaba seguro. Quiso detener el
acto, pero no podía, su libro era tan malo que hasta la mujer más feliz en la
faz de la tierra terminaba atrofiada.
Dejó luego a la mujer ahí tirada,
con sus ahora hundidos ojos y sus labios resecos. Siguió buscando, de sur a
norte, de cielo a profundo de lado a otro y encontró ahí en el lugar menos
esperado, en el césped fuera de su hogar estaba ahí su obra posando sin más ni
más, con las hojas sueltas bailando con el viento, bailando con un ave que
estaba a punto de aterrizar. El escritor no hizo nada más que ver cómo este
animal picoteaba las hojas y como poco a poco comenzaba a temblar expulsando
raros sonidos guturales. Era una paloma blanca ¿cómo podía sufrir tanto?
Comenzó a picotear el césped sin importarle nada más, sus alas se llenaban de
tierra, picoteaba una y otra vez más fuerte la superficie, ya no era sólo su
pico sino toda su cabeza, los gritos de pobre animal seguían saliendo, giraba
su cabeza en 180o grados, el escritor no pudo más tomándola y
estampándola contra una pared. La paloma se convirtió en hojas. Miles de hojas
salieron volando, el escritor temió tanto porque eran las tristes hojas que el
pájaro había visto, sólo había unas pastas en el pasto. Las miró todas en el
piso, en el pasto, en sus pies, no tuvo la fuerza para levantarlas y mirar la
escoria de obra había producido, tomó algunas de las hojas, sin leerlas y casi
sin mirarlas, las tomó porque el editor podía cambiar un poco del contenido.
¿Por qué después de todo aún tenía fe en el editor? Se dirigió al hogar del
editor, pensando tanto en el qué decir que olvidó por completo en qué contestar,
tocó casi a la media noche y el editor con las pocas fuerzas abrió. Estaba
abatido, amarillo, débil, cenizo, casi
muerto. El escritor, no creía lo visto, pero era real, era su verdad. Intentó
hablar de nada porque no sabía qué decir, el editor le ofrecía su hogar y él
entraba incluso cuando lo veía ahí moribundo y por su culpa. El escritor no
podía estar más tiempo ahí, así que sólo pidió disculpas por lo acontecido y
entregó las hojas para la posible corrección, en ningún momento volteó a ver el
rostro de su amigo, sólo salió al escuchar al editor decir con voz quebradiza no te apures. Las hojas se quedaron en
el escritorio del editor, mientras las huellas del escritor se borraban en la
noche.
Epílogo.
Un día después alguien visitó al
editor y vio las hojas sobre su escritorio, llevaban como inscripción:
-
Cuándo se
acabará.
-
Cuando
algo similar suceda.
El
editor, estaba muerto.