Iba la Mazda pick up llena de perros, eran casi una
docena de ladridos incontrolables; todos eran callejeros. Don Cuco trataba de silenciarlos pegando fuerte en parte trasera de la cabina, maldiciendo de vez
en cuando para que no hicieran ruido.
El compás del transporte, el ruido de los
perros y los baches de la calle, alteraban a don Cuco y es que no era un hombre
muy paciente. Se molestaba, refunfuñaba, mientras iba manejando.
Después de un
rato estacionó su pick up frente a un
establecimiento. Estaba en una colonia tranquila. Se bajó abrirlo, mientras los perros seguían llamándolo. El lugar tenía un portón
metálico, aun más ruidoso que los mismos perros. Maldijo una vez más. Cuando estuvo abierta la puerta
metió a los perros hasta el fondo del lugar, en el patio.
Ahí había más
perros, unos sumisos flacos; otros ladrando. Algunos se le acercaban
a don Cuco como pidiéndole comida, este sólo los aventaba de una patada. Los
nuevos eran acomodados en jaulas grandes, junto a los otros vivos, enfermos,
muertos en fin, perros. El patio estaba lleno de heces, vómitos, sangre y de
cuerpos tirados. Don cuco no podía mantener a tanto animal.
Cerró bien la
puerta del establecimiento, sabiendo que a esa hora transitaba poca gente por
ahí.
Tomó sus
herramientas de trabajo del cuarto que quedaba en frente. Sacó un machete
oxidado de un cajón y con otro comenzó a sacarle el filo. El raspar de los dos
metales alteraba a los animales. Se movían con más brusquedad. Sabían lo que
les esperaba.
Don cuco se
dirigió a un cuarto distante del principal, más al fondo del patio. Tomó a uno
de los perros y este intentaba soltarse del pellejo por donde lo
llevaban sujeto. Había varios desperdicios caninos dispersos sobre la mesa, otros tirados
por todo el lugar. Un olor fétido impregnaba el espacio. Quitó unos cuantos
pedazos de la mesa limpiando con un trapo sucio que luego tiró al
suelo. Sólo un pequeño foco de 25 watts alumbraba el cuarto. Ahí estuvo toda
la tarde, introduciendo de vez en cuando un perro más.
La noche llegó,
limpió la sangre en su mandil lleno de sudor y mugre difuminando todas las
manchas, sin saber dónde comenzaban unas y terminaban las otras. Cambió un poco
su aspecto, suavizando un poco los músculos del rostro. Puso orden a la parte
de enfrente del lugar y abrió de nuevo el portón. El tráfico comenzó a
circular. Los ladridos se hacían mínimos.
Un joven se
acercó al establecimiento de don Cuco y dijo:
-
Buenas don Cuco, me da una para llevar por favor.