Los tanques pasaban por detrás,
destrozando lo poco que quedaba del panorama. Todo estaba hecho ruinas. Ella
estaba ahí tirada entre tanto escombro y los infernales sonidos de las
metralletas al fondo. El cielo se pintaba turbio y polviento, su color figuraba
a la tersa piel de la mujer tendida entre la nada, mientras el viento soplaba
moviendo sus pardos cabellos. Terrosa estaba su mirar y a pesar que su vista
estuviese fija en algún lugar, no veía nada. Sus labios marcaban bordes áridos
como montañas de arena. Seguían siendo suaves.
Ahí, entre el Armagedón la miró él,
un hombre casi formal, llevaba camisa blanca abrochada sin siquiera fajar y una
corbata suelta por el cuello. Caminaba entre toda la destrucción con las
fuerzas agotadas, dejándolo desconcertado de dónde ir, pero la miró, la
encontró. Corrió hacia ella Aurora dijo,
Aurora aumentando su tono de voz
llamándola de nuevo. Ella sonrió y movió sus labios sin articular palabra
alguna, se veía feliz a pesar de todo. Se acercó a ella y la tomó en los
brazos, vio su vestido con bordes llenos de polvo y esa peculiar rosa roja
reluciente de bajo de su pecho derecho. Cada vez más roja, cada vez más
olorosa.
Teniéndola en los brazos le dijo: No, no mueras Aurora, aún podemos seguir.
La mujer sonrió y tosió un poco, su boca estaba seca, quiso decir algo, pero su
condición se lo impedía. No te vayas
Aurora, hemos pasado por más batallas. No te rindas. Aurora estiró su débil
mano al rostro del hombre y con esas fuerzas inútiles, lo acarició. Ar, ar, Arcadio, dijo al fin la mujer
desvariada, con una sonrisa pobre, con unos dientes rotos, con unos lagrimales
cenizos y con ligeras gotas incrustadas. Arcadio,
repitió de nuevo la criatura indefensa, mirando con ternura los ojos de aquel
hombre, Aurora, no te desvanezcas,
resiste. Arcadio seguía hablando, no deseaba que la mujer se marchara, se
veía endeble, mientras la guerra continuaba allá, fuera de su entorno.
Las balas a lo lejos se oían, pero eran
sordas, unas voces guturales eran imposibles de entender. La guerra que era
frívola e interminable seguía detrás de ellos y junto a ellos, aquel panorama
era cómplice de su situación. Todo era caos, pero ellos estaban lejos de
aquello, sólo querían paz.
Aurora
no te vayas, repitió por última vez, ella respondió un poco más aliviada, no me voy mi querido Arcadio hizo una
pausa para tomar aire en ese ambiente cada vez más pequeño y sombrío.
Prosiguió: nos vamos.
El amanecer se encendía entre la
negra noche y el alba comenzaba a colorear el cenit, con un cálido rojo, un
rojo de vida. En algún departamento, de algún lugar,de alguna ciudad, mientras los
hombres diurnos comienzaban sus actividades laborales, entre el tráfico, las
camisas y el estrés. En ese departamento decrépito, se encontraba
Arcadio tirado en el suelo, rodeado de ese verdoso color de sus entrañas, con
botellas vacías, un hígado deshecho,
maloliente, enfermo y sin ánimos. Aurora lo miró entrando como un rayo
de sol por su ventana, lo acogió con sus dos manos, marchándose juntos.