viernes, 20 de septiembre de 2013

Recuerdo

Era noche y la encontré de nuevo con esa sonrisa enamorada como la primera vez, ahora estaba diferente. Sus ojos eran enormes como lagos profundos y brillantes reflejando las estrellas. Me miraba, me contemplaba desde que llegué, pero se quedó estática, ahí sentada con sus trapos sucios, rotos y viejos, al final del callejón. Sé que, inconscientemente, deseaba volverme abrazar, pero ya no podía, era inútil. Entristeció. Sólo estuve mirándola de lejos ¿qué más podía hacer? Ya no había nada entre los dos, sólo ese recuerdo. Me alejé entonces, dejándola otra vez en ese lugar y mi figura o quizá la suya desaparecía, se desvanecía, dejaba de existir.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Muerte


 Tomé el periódico y leí sobre un pequeño recuadro había muerto un hombre más. Esta vez tampoco lo reconocía. Cómo iba yo a reconocer ese tipo de gente cuando mi trabajo ni siquiera me da tiempo para convivir y apenas en esos ligeros lapsos donde me presto para darle a mi vida un poco de libertad, me encierro  en esos malditos bares que están cerca del trabajo. Es verdad que alguien me reconozca en uno u otro lugar donde mi mísera esencia he colocado, pero ¿amigos? ¡Bah! A esta edad, en estos pasos, imposible.  Sólo me queda esta cruda, este mal sabor al ayer, al no tener recuerdo alguno grato de esto que llaman “vida”. No fue apenas anoche cuando luego de salir de mi trabajo decidí ir a tomar un trago a esa cantina que está detrás de la tienda de telas, por las fuentes. Ahí estaba yo, esperando que pasara el tiempo y el efecto del alcohol se apoderara de mi piel lo más pronto posible, para al menos dejar de tener un motivo para estar ahí. Y pasaron dos horas. El cantinero hablaba conmigo como quien escucha el llorar de un niño y trata de calamar su angustia, pero qué iba saber él de pesares y malas rachas estando en ese lado donde todo parece tan limpio. Salí, luego de otras dos horas ahí, frente el hombre que le daba brillo esas copas donde uno  intenta olvidar que la vida… sigue.  Salí y no por voluntad propia, sino porque incluso en estos momentos de embriagues, las leyes te prohíben llegar a colapsar, ¡como si fuera un crimen! Los ornatos alrededor perdían su órbita. La ciudad se movía, vivía como ellos querían. Grité ¡Mi ciudad vive! Con el más profundo sentir de mi pobre ánima y sin fuerzas desvanecí cayendo al suelo. Ahí estuve casi inmóvil en medio de una de las calles más importantes de la capital, riendo, mirando al cielo nublado, mientras ese gélido frío del aire recorría mi cuerpo cada vez más consciente del abuso hecho. Estuve entre la noche y la mañana, donde dicen llega la hora más oscura, lo sabía. Relajé todos mis músculos aun cuando yo no tenía poder sobre mí mismo, oí a lo lejos voces. Eran dos o tal vez tres personas las que se acercaban rápidamente a dónde estaba. Por fin pensé. Después de unos instantes las voces me acorralaban, me veían tal vez, con ojos de desesperación, con ansias de haberme encontrado, pero me veían. De pronto, cuando estuve a punto de abrir los ojos, escuché un estruendo que evitó realizara la acción. Desperté tomando cualquier papel que no fuera secante y estuviera cerca de mi alcance, esperanzado en reconocer el retrato en aquella nota roja.