martes, 10 de diciembre de 2013

Un día en el Palomar.

Era el primer fin de semana luego de vacaciones, yo quería ir a salir de nuevo con mis amigos a las calles cerca de mi hogar, pero mi madre me había advertido desde días antes que no podía salir porque una amiga suya vendría a pasar unos días por ser época navideña.
La idea me molestaba mucho porque no sólo sería la amiga de mi madre, sino también vendrían sus dos hijos y yo ni siquiera los conocía. Era injusto, tendría que cambiarme de mi cuarto a la sala, sólo para que unos extraños utilizaran mi cama. Yo no lo deseaba.
Pero qué más daba a mi madre yo no podría reclamarle nada a fin de cuentas yo era lo único que ella tenía y ella siempre me concientizaba. Ya teníamos casi dos años desde que mi padre se había marchado de la casa, por cosas que mi madre aun no me ha querido contar.
Ese fin yo, a pesar de todo, no quería salir, ni siquiera para saludar a la amiga de mi madre, quien nos había traído dulces de leche de Parral y créanme es una de mis debilidades. Refunfuñando, salí de mi cuarto, con la pijama aun puesta y arrastrando los pies. Observé cómo me miraba mi madre con esa cara de regaño, cuando calla todo pero sé lo que me dice. Levanté los pies para llegar a donde estaban
Llegué saludando cordialmente a la amiga de mi madre, quien me decía lo mucho que había crecido y yo sin siquiera recordarla. Agradecí su cumplido y seguí saludando a sus dos hijos.
El primero era un niño con de unos seis años, sólo le levanté lanzando una señal de amor y paz. Él me correspondió.
El otro era de mi edad. Tenía entre unos quince y dieciséis años, luego supe que sólo me llevaba meses de deferencia y que este mismo año había entrado a la preparatoria. Lo miré, choqué las manos con él y de nuevo me dirigí al cuarto.
Mi madre corrió tras de mí al ver mi actitud tan indiferente y con un rostro de disgusto, dijo que debía alistarme que iríamos de paseo todos y yo debía ir con ellos.  Yo sólo asentí con la cabeza y comencé alistarme.
Cuando terminé de cambiarme, nos dirigimos todos a la camioneta de la señora. Mi madre sugirió ir al Palomar. Todos entusiasmados, con excepción mía aceptaron. A veces no sé qué le encuentran de interesante a ese lugar, sólo es un parque con eso pájaros que parecen ratas voladoras. Cuántas veces en la Catedral uno siente que te atacaran sin piedad y todavía son para hacerles un monumento.
En el transcurso del camino, mi madre junto con su amiga nos platicaban del cómo había recibido aquel parque el nombre y es que desde principios, sus abuelos quienes construyeron sus casas ahí de adobe, conservaban entre los huecos nidos de palomas y de ahí derivaba su nombre.
Cuando llegamos al nuestro destino, el sol se iba desvaneciendo dándole un color rojizo al cielo, trayendo de nuevo a sus nidos a los pájaros del parque. Se escuchaba su cantar por encima de nosotros.
Mi madre y su amiga nos dejaron solos, porque querían ir a dar la vuelta, pero como el niño menor temía estar sin su madre se dispuso a ir con ella. Yo y el hijo mayor nos quedamos viéndonos a la cara. No me quedó más que conversar con él.
Era un joven alto, su piel parecía la arena de mar y sus ojos aun y cuando eran grandes, parecían un poco caídos. Sus labios eran largos y un tanto gruesos. Su rostro no daba alguna señal de expresión. No sabía de qué hablar.
El me miró y preguntó mi nombre. Había olvidado por completo darle ese pequeño detalle de mí. Se lo di. Él me sonrió y comenzó a preguntarme sobre mi persona y mis gustos. Por un momento me sentí intimidada. Pero su voz, que sé yo, cada vez se hacía más tenue. No sabía lo que pasaba.
Las campanas a lo lejos comenzaron a escucharse, era la Catedral. Me dijo que si quería caminar con él y lo hicimos. En ese instante olvidé por completo que iba con mi madre y su amiga. El mundo parecía enfrascarse en él y seguíamos caminando como si nada importase. La gente alrededor iba desapareciendo y la noche, aunque ya se acercaba, comenzaba a tener colores muy brillantes. Jamás las luces del parque habían tenido tanto esplendor.
Me invitó a rodar por el césped, yo acepté. Nunca mi risa había sido tan espontanea, nunca había sentido la adrenalina correr por mis venas como aquel día. Caíamos una y otra vez hasta lo más bajo del monte, riéndonos sin importar el mundo. Estaba feliz.
Una vez volvimos a caer y nuestros cuerpos chocaron, la tercera campanada de la Catedral sonó, me miró fijamente al rostro, mientras yo lo miraba con mis ojos plenamente abiertos y el corazón latiendo por tantas rodadas, quizá. Nos vimos, no sé cuánto tiempo, pero nos mirábamos, su rostro cambió de repente. Ahora sus ojos estaban abiertos, sus labios dibujaban una sonrisa y cada vez estaba más cerca de mí. Nuestros labios por fin se unieron. Oí perfectamente cómo las enormes palomas alzaban su vuelo desde ahí, el oleaje de sus alas hacía que lo demás no tuviera sentido, sólo aquel momento.
Después de un rato encontramos a los demás, los días pasaron y el hijo de la amiga de mi madre y yo seguíamos platicando mientras perduraban en mi hogar.

Al marcharse, yo le pedí a mi madre los volviera invitar más seguido y seriamos buenas anfitrionas, ella me sonrió y tomó mi cabello alborotándolo. Desde este entonces y todavía sigo esperando que él regrese, para volver a pasar un día en el Palomar.