jueves, 20 de junio de 2013

Publicación

En un tiempo muy remoto, existía un escritor. Este se mantenía horas con la cabeza sobre su escritorio intentando que una idea llegase a él. Los días pasaban y su mente pasaba por un desierto de imaginación, no había nada. Las malditas nebulosas pasaban, pero como esas nubes de mi pueblo pasaban siempre sin agua. Estaba cansado, no quería esperar más. Se frustraba ante un pedazo de madera, azotando una y otra vez su plumón  y desparramando las hojas por todo el lugar. Gritaba de vez en cuando para sacar la furia. Daba vueltas en aquel pequeño cuartejo con paredes lúgubres y manchadas. Tocaba su frente y limpiaba el sudor que le escurría, golpeaba su rostro con la mesa, pero nada funcionaba. Muy harto de su impotencia obligó a su mano siniestra a escribir. Embriagó su pobre mente con el peor licor que pudo encontrar. La desesperación. Y siendo este su mala musa, escribió y escribió, sin motivo alguno. Los versos no estaban bien hechos, la métrica ni siquiera se presentaba. La sintaxis era nula. Sólo hacía su labor por querer terminar. Y vaya que lo logró. Fueron si mal no recuerdo un total de varias hojas llenas de letras sinsentido. Las tomó con un arrebato y las puso debajo de su axila, salió y pronto miró la luz radiante del sol, ¡Oh bello astro dónde habías estado! Salió corriendo, sin importar si llovía o si nevaba, sólo salió apresurado ¿a dónde? Sólo se dirigía a algún lugar. Recordaba entre su entusiasmo de haber por fin terminado algo la vieja escuela, sí ese lugar donde el ocio y la desidia, el miedo y lo escéptico lo dominaban, ¿cómo ahora le pedía al consejo del parnaso ayuda? ¡No! Era inevitable su actitud. Pero sentía que ya era hora y por eso salió, por eso corrió. Estaba ya muy harto de quedarse ahí, sentado, ahí inmóvil, ahí sin habla. Y mientras corría su mano seguía temblorosa, como cuando alguien se expone al frío y se les baña con agua con ligeros pedazos de hielo. Y no le importó, su mano no decidía por él, ahora quería exponer no sólo su trabajo a sí mismo como un logro, sino quería darlo a conocer y llegó, sí a una puerta de madera café, grande y cerrada. Tocó una vez y nadie abrió, lo intentó y estaba ahí la persona a la que mayor debía respeto, o quizá no, pero era él ese hombre sencillo y camisa de cuadros quien decidía si su texto estaba bien o no, ¿quién era? ¿Por qué tanta importancia? Probablemente el escritor había tomado tanto afecto al editor desde que él le mencionó ser editor y sabía si la obra debía considerarse buena o mala. Él era el editor, el que mueve un dedo y dice que se hace o que no en la obra, sí en las obras del autor, ¿y no creen que por eso merecía un poco de respeto y sobrevaloración?
Estaba entonces el escritor frente al editor, el primero exhausto, cansado, con la mirada sin rumbo, sólo levantó su rostro para entregar el texto. El editor no entendió exactamente qué deseaba su gran amigo, pero tomó el texto y comenzó a leer. Era terrible ¿era una broma?, preguntó el editor, no, contestó con alta voz el escritor: este es mi texto que con mucho trabajo he terminado en estos casos, el editor, un hombre profesional sabía cómo tratar con este estilo de problemas, podría jurar que no era la primera persona que le presentaba un trabajo tan malo como este, por eso, supo hasta el último momento tratar al escritor. Qué dice señor editor, ¿qué piensa de mi trabajo? dijo con un rostro más animado que nunca el escritor, su compañero sólo mencionada que no deseaba ser descortés y que sería mejor diera otra verificación a su obra, podía estar errando al entregar un trabajo así sin buena ortografía, sinsentido, sin sentimiento, sólo escritura por ser, sin ningún motivo. El escritor, bajó su mirar ¿qué podía hacer? sólo le importaba dar a conocer su gran y ciertamente última obra, sí desde un principio el escritor era un ser verdaderamente dramático. Respiró profundo el escritor y con un sinfín de adjetivos negativos se dirigió al editor, este sólo callaba dejaba que todo ese enojo banal saliera de aquel pobre hombre, quizás era necesario, tal vez no, pero ¿qué podía hacer? ponerse de la misma manera y terminar ambos en gran conflicto. El editor sólo recibió y recibió, leyendo a la vez esa mala obra que tenía en sus manos, mencionó en un lapso donde el escritor dejó de hablar que él podía ayudarle para perfeccionar su arte, pero muy porfiado el artista se negó. Creía que lo suyo había sido perfecto, el editor dijo que su amor, su amor no eran las letras en sí, pero que le gustaba mucho corregir los textos, de cierto modo decía que él no escribía sólo corregía y ese era su verdadero amor. Más indignado por el desprecio de la escritura, por el desprecio a las horas de estar ahí sentado y sin que la musa apareciese, por algún motivo el escritor tomó aquello como algo personal, no oía, no escuchaba, no estaba consciente, sólo quería publicar su horrible obra. Ya cansado el editor de trabajar con aquel hombre tan obstinado, al fin accedió a publicarle la obra. El escritor muy feliz, besó en la mejilla de su amigo y salió gustoso a las calles, aun cuando el editor le advirtió habría consecuencias de ello.
Pasó un sólo día, un insignificante día, de esos que pasan con sol radiante sobre uno sin saber si es martes o es lunes. A pesar de ello, el gran astro parecía estar con alineación de mercurio, sí parecía miércoles. El escritor, se levantó con un rostro marcado y babeado sobre el escritorio de madera vieja donde solía pensar, pensar y de vez en cuando golpear su rostro sobre él. Despertó ese día  sin saber dónde estaba, volteó y sólo vio oscuridad, no había luz. Ni siquiera los rayos más radicales se atrevían entrar a su cuarto, era sombrío, maloliente, insalubre, no era un lugar seguro para los rayos esos que dan vida. Se levantó y su boca estaba reseca, pero entre toda su nubosidad recordó algo importante, algo que en verdad había sido diferente a todo el hastío de su vida. Había escrito, ¿pero qué? ¿Qué había hecho? Revisó las hojas ahí tiradas haber si algo le daba una pista, todo fue en vano, sólo recordaba malos versos Qué importa el sol y la luna si yo soy yo y el mundo sigue girando sin parar… estoy abatido… no queda más… ayer te he visto pajarito, dónde te has metido… soy feliz… ¡No! No había el más mínimo sentido en su poesía, mucho menos en su prosa. Se puso sus zapatos y dispuso a salir, pero qué haría si su obra ya habría sido publicada, qué podría hacer, ya lo había hecho y lo hizo mal. Estaba desconcertado y quería devolver el tiempo, pero hasta dónde, hasta dónde sintió que lo que hacía estaba mal, dónde comenzó el error, al querer ser escritor, al no hacer nada más que eso, a ni siquiera lograrlo, en verdad a dónde quería ir. Pensó en acercarse al editor, con qué cara, con aquella que maldijo una y otra vez a sus generaciones antepasadas y las del porvenir, ¿así iría? No, no podía hacer nada sólo resignarse a que había arruinado su vida en cuestión de sentir una desesperación cotidiana. Estaba asustado, infeliz, llorando, gritando aún más que cuando en su escritorio pasaba los días, pero sabía que era en vano abrir su boca, estuvo mal y ahora lo pagaba. Quiso entonces olvidar todo o al menos pedir disculpas al editor por tanta descortesía de su parte. Abrió esa puerta, dura y enorme casi, casi tan dura y enorme como el orgullo, pero la tumbó, debía al menos sentir que una cosa antes de haber terminado su corta trayectoria como escritor tenía un matiz con tintes de lo correcto. Se postró ante el mundo nuevo, el mundo donde estaba ya su obra al exterior y lo primero que pudo percatar fue un hombre, un hombre como él leyendo un libro, se acercó por la extrañeza de ver a alguien hacerlo, cuando estuvo cerca el hombre dijo: esto es lo peor que he visto, sus palabras parecían chorros de agua, porque pronto distinguió era su texto, su desgracia. El hombre que sostenía el libro pronto se volvió líquido, se diluyó con sus propias palabras, se desvaneció, se quebrantó ante el escritor ¿qué había hecho? ¿Qué hacía su obra con las personas? El escritor, entonces temió de sus actos, miró cómo su obra no sólo le afectaba a sí mismo sino a los demás, de pronto una nueva idea llegó a él y quiso al menos salvar a las pobres ánimas infortunadas por tener su obra en sus manos, sí eso quizá calmaría su corazón arrepentido. Y corrió hacia no sé dónde con un tembloso caminar que no le daba orientación, sólo comenzó a dar pasos rápidos. Caminó de un lado a otro, revisando a cada hombre, a cada a mujer, a cada persona que portase un libro para asegurarse que su existencia estaba del todo bien y fue ahí cuando vio a lo lejos una mujer, bella, alta con el cabello lacio, negro y largo llevaba en sus manos uno de sus libros, la mujer aun no lo abría, lo sabía por su forma gustosa de vivir la vida. Podía salvarla. Se dirigió a ella rápidamente y tarde fue cuando sus ojos grandes y profundos dieron lectura a aquella atrocidad. Su boca que era delgada y rosada comenzó a tirar un gran líquido colorido, dejándola triste y desvanecida. Era su alma y de eso el escritor estaba seguro. Quiso detener el acto, pero no podía, su libro era tan malo que hasta la mujer más feliz en la faz de la tierra terminaba atrofiada.
Dejó luego a la mujer ahí tirada, con sus ahora hundidos ojos y sus labios resecos. Siguió buscando, de sur a norte, de cielo a profundo de lado a otro y encontró ahí en el lugar menos esperado, en el césped fuera de su hogar estaba ahí su obra posando sin más ni más, con las hojas sueltas bailando con el viento, bailando con un ave que estaba a punto de aterrizar. El escritor no hizo nada más que ver cómo este animal picoteaba las hojas y como poco a poco comenzaba a temblar expulsando raros sonidos guturales. Era una paloma blanca ¿cómo podía sufrir tanto? Comenzó a picotear el césped sin importarle nada más, sus alas se llenaban de tierra, picoteaba una y otra vez más fuerte la superficie, ya no era sólo su pico sino toda su cabeza, los gritos de pobre animal seguían saliendo, giraba su cabeza en 180o grados, el escritor no pudo más tomándola y estampándola contra una pared. La paloma se convirtió en hojas. Miles de hojas salieron volando, el escritor temió tanto porque eran las tristes hojas que el pájaro había visto, sólo había unas pastas en el pasto. Las miró todas en el piso, en el pasto, en sus pies, no tuvo la fuerza para levantarlas y mirar la escoria de obra había producido, tomó algunas de las hojas, sin leerlas y casi sin mirarlas, las tomó porque el editor podía cambiar un poco del contenido. ¿Por qué después de todo aún tenía fe en el editor? Se dirigió al hogar del editor, pensando tanto en el qué decir que olvidó por completo en qué contestar, tocó casi a la media noche y el editor con las pocas fuerzas abrió. Estaba abatido,  amarillo, débil, cenizo, casi muerto. El escritor, no creía lo visto, pero era real, era su verdad. Intentó hablar de nada porque no sabía qué decir, el editor le ofrecía su hogar y él entraba incluso cuando lo veía ahí moribundo y por su culpa. El escritor no podía estar más tiempo ahí, así que sólo pidió disculpas por lo acontecido y entregó las hojas para la posible corrección, en ningún momento volteó a ver el rostro de su amigo, sólo salió al escuchar al editor decir con voz quebradiza no te apures. Las hojas se quedaron en el escritorio del editor, mientras las huellas del escritor se borraban en la noche.
Epílogo.
Un día después alguien visitó al editor y vio las hojas sobre su escritorio, llevaban como inscripción:
-          Cuándo se acabará.
-          Cuando algo similar suceda.

El editor, estaba muerto.