Cierta vez mientras me adentraba a conocer este mundo tan bello, llegué a la Antártida. Un lugar frío y poco común, llena de blanca nieve con matices diferentes alrededor, me he dado cuenta que lo que una vez me dijeron era real. El blanco varía en su tonalidad por todas partes, pero no fueron siquiera para decirme que frío era más intenso de allá de donde yo vengo. Lo bueno es que desde hace tiempo he sido una mujer precavida y mis botas más gruesas las traje conmigo. La verdad es que las había comprado hace poco en aquella islita, sí, esa de nombre Groenlandia, en esa parte también hacía mucho frío pero no se compara nada a donde aquella vez no recuerdo si era primavera o verano, de día o de noche, empecé mi aventura. De lo que si estaba segura es que era Martes, no estoy tampoco segura es como fui a parar ahí, pero era emocionante, ciertamente había estado en lugares espectaculares llenos de verde fauna y yo, como amante a susodicho color me enamoraba de esos bellos paisajes que la naturaleza me daba, siendo desde una selva boscosa, llena de extraños ruidos con ojos mirones por todas partes, hasta encontrarme en esas inmensas montañas que me otorgaban una vista hermosa hacia los bosques enormes llenos de criaturas tan comunes, hacían feliz a mi alma aventurera. He decirles también visité los arrecifes y sí también encontré aquel color tan fascinante acompañado de una gama inmensa y de pequeños peces besando mi cuerpo como si quisiesen comérselo, pero sus cuerpos son tan diminutos pues sólo me provocaban cosquillas. Han de saber que estos viajes los acostumbro a hacer sola, en veces me acompaña el viento quien es mi guía. Las personas que ven mi recorrido, se ofrecen a para lograr todo lo que deseo hacer en mis puntos de exploración.
Algo sorprendente era irónicamente, las personas habitantes de la Antártida eran… como explicarlo…frías. Sólo se dedicaban a cierta actividad que llamaban “investigación”. Encontrándome entonces alguien con otro tipo de horizonte o mejor dicho, otra ocupación. Era una niña de nombre Marisa y pertenecía a las nieves o al menos así era como su madre la llamaba. Esta pequeña criatura, era de aquellas personas las cuales me ayudaban a lograr mis objetivos, pero esta vez no veía algo interesante que hacer en esa inmensa blancura, y ya había pensado en resbalarme por la montaña más alta, pero la niña me dijo eso podría resultar peligroso, ya que, a determinada distancia, la nieve pertenecía a otros países y personas dedicadas también a la investigación, sus proyectos eran tan celosos que cualquier anomalía cerca de sus terrenos podía causar conflictos entre los distintos grupos de investigación. Por primera vez pensé haber encontrado el lugar más monótono y aburrido de todo el planeta. No podía creer, en aquel lugar solo se dedicasen a eso. Bueno creo entre tanta nieve no había algo más entretenido que la “investigación”.
Pero Marisa, era todavía una niña, su mundo de exploración iba más allá de la aburrida labor de los adultos y su “mundo” no tenía límites. Ella sabía que había partes sin vírgenes, aunque ella utilizaba el término “donde nadie ha pisado, más que yo” ella me llevó a ese lugar, con la condición de prometer no decirle a nadie el lugar exacto de tal localización y a pesar de querer decírselo a alguien me resultaba difícil ubicar con precisión dicho lugar, para mí, todo aquel continente lleno de blancas nubes, era semejante por donde lo viera. Llegamos a su “santuario” ese lugar se encontraba totalmente habitado y no, no era nada virgen. Había por todas partes unas especies del mismo tamaño que la niña y al parecer de la misma simpatía semejante a ella. Tenían un caminar muy peculiar, sus voces parecían ser graznidos. Pero como no iban a hacer onomatopeyas, si se trataba de unos preciosos pingüinos, o almenos ese fue el nombre con el cual me los presento la niña. Eran blancos con negro, su cuello amarillo, que movían de un lado a otro con extrema elasticidad, Marisa me explicó que eso lo hacían como forma de expresar felicidad. En verdad nunca había visto animal tan raro como lo eran los pingüinos, y es que me mareaban con su cuello flexible, sin embargo, la niña encontraba esto natural. También me comentó lo amistoso que eran estos seres y al parecer por la interacción que mantuvo con ellos en mi presencia, parecía decir verdad. A pesar de eso había en ellos algo que no me encajaba en mi largo viaje entre los animales que conocía. Pues cuando me encontraba en la espesa jungla a mitad del día después de una ligera lluvia, las aves del paraíso, esas de plumaje colorido con voces hermosas pasaban sobre mí, volando. No sólo encontré el caso de esas bellísimas criaturas aladas flotando en lo alto de los cielos, ya que encontrándome en el bosque tanto los pequeños chileros, las águilas de gran tamaño sobrevolaban por todas partes. Y qué decir cuando estaba en los arrecifes, los pelícanos llegaban a cazar eso diminutos peces mordelones y juguetones. Todas aves, todas aéreas, pero los pingüinos. Sólo se encontraban en el suelo, caminando tambaleándose de un lado a otro con sus sonidos eran secos y graves, como si la voz les raspara entre esa conexión tan movible.
No podía entender exactamente su naturaleza, a pesar de tener tiempo conviviendo con infinidad de animales de todos tipos, pero no entendía el por qué si se trataba de aves no ser capaces de volar. Miré a la niña un segundo, entonces me decidí a preguntarle si ella, con su edad lograba explicarme la naturaleza de estos animales y esto fue lo que me contestó.
- ¿Entender su naturaleza? – preguntó con asombro en su hablar. – he de decirle señorita que son las únicas aves que conozco y para mi, resultan perfectas.
Fue extraño escuchar esa respuesta pues, nunca imaginé que alguien viera tan común algo que para ojos ajenos parece ser diferente y distinto a lo que se está acostumbrado a ver. Luego, ella de su propia voluntad prosiguió.
- Dígame señorita, como es que son las demás aves de otros lados. –preguntó con duda en sus ojos salientes de esa capa rosada que protegía toda su pequeña cabeza.
- Bueno, mi querida Marisa de las nieves. – hablé con un tono convincente y seguro. – veras, las aves lejanas a estos lugares suelen ser muy bellas.
- Muy bellas dice usted, han de ser más rápidas al nadar. – Dijo apresuradamente.
- En verdad no. – mencioné con un tono parecía un tanto molesto o más bien confuso. – de las aves que yo te hablo, son emplumadas de colores y cantan deleitosas canciones, además vuelan tan alto que parecen inalcanzables.
La niña permaneció un momento seria. De su boca no salió palabra alguna, hasta que con seño fruncido dijo.
- Usted llama a eso belleza, pero dígame ¿para qué les sirve todos esos colores? Si no saben nadar y no creo que tampoco sean más resistentes al frío y ¿volar alto? No lo entiendo si lo peces se encuentran en lo profundo de las aguas.
O la pequeña criatura de las nieves tenía toda la razón o la baja temperatura no me hacía pensar. Extraña fue mi reacción ante sus palabras, porque me di cuenta que no era el frío el que no me dejaba reflexionar, si no que había descubierto belleza, belleza que ninguna otra parte había encontrado. Pues los pingüinos no necesitaban absolutamente nada de lujos, que se encuentra en las especies de su tipo de las cuales yo me maravillaba. Ellos eran perfectos al menos donde estaban, porque en ningún lugar encajaban mejor que en aquel pedazo de hielo estable. Aquí, como en ninguna otra parte comprendí lo hermoso que es nuestro mundo y la diversificación de animales poseedores de tan grandes habilidades que son propias de ellos y los hace tan especiales.